jueves, 22 de marzo de 2018

Cristóbal Jáñez


Capítulo I. El colegio.

Cristóbal era un muchacho poco corriente. Su apariencia descuidada no obedecía a otra cosa que no fuera la actividad propia de un niño de doce años. Lucía rodilleras en sus pantalones raídos y solía vestir camisetas de algodón, camisetas que saludaban al día limpias y perfumadas, pero que regresaban a casa hechas un desastre. Normal. No le gustaba jugar al futbol como al resto de los niños del colegio, tampoco le hacía excesiva gracia pasar los recreos cuidando de su hermano pequeño. Procuraba pasar desapercibido para, si surgía la oportunidad, colarse dentro del colegio y dejar volar la imaginación por aquellos gigantescos pasillos y los vastos salones a los que éstos conducían.

A pesar de sus poco o nada destacables calificaciones, mostraba una capacidad más que llamativa para superar el curso sin invertir mucha atención ni en las explicaciones de su maestro ni en tareas escolares. Le encantaba aquello que tantas veces escuchó en boca de su abuela: “La naturaleza se rige por la ley del mínimo esfuerzo. Cuida tus fuerzas para hacer frente a los verdaderos desafíos”. Esas palabras habían calado muy hondo en su tierna mente; tan hondo que llegaron a fosilizarse en ella.

El colegio había sido construido hace ya muchos años. Su fachada no podía disimular el desgaste al que el paso de los años la había sometido; el paramento exterior, de ladrillos rojos y sucios, parecía haber sido rescatado de una novela de Dickens, pues se asemejaba grandemente a la descripción de los edificios de Coketown en “Tiempos difíciles”. Para adentrarse en el interior de la escuela, era necesario traspasar una vieja puerta de madera quebradiza, no sin antes haber franqueado la oxidada cancela que la resguardaba. Las ventanas estaban desvencijadas y, cuando el viento soplaba con fiereza, sus deteriorados goznes emitían un desagradable chirrido que se escuchaba desde varios metros. Por dentro no presentaba un mejor aspecto; las paredes estaban desconchadas y los techos podridos por la humedad. Además, si alguien pisaba por primera vez ese lugar podía, sin necesidad de aguzar el olfato, percibir un severo olor a rancio. Las personas que visitaban de forma asidua ese lugar  se encontraban tristemente familiarizadas con aquel olor. Los largos y holgados pasillos desembocaban en amplios salones de clase, tan viejos y desgastados como cualquier otra parte del centro. No, no se trataba de un colegio acogedor. 

El pueblo donde se encontraba ubicado el centro, por otra parte, atesoraba un especial encanto; la lluvia acompañaba a sus habitantes durante casi todo el año tiñendo de verde los campos y preñándolos de humedad. Sus enlodadas calles se encontraban flanqueadas por viejas casas preciosamente ataviadas de paredes de mampostería; la belleza y armonía con la que dibujaban un caracol hasta confluir en la plaza deleitaba a Cristóbal profundamente.

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