Capítulo
I. El colegio.
Cristóbal
era un muchacho poco corriente. Su apariencia descuidada no obedecía a otra
cosa que no fuera la actividad propia de un niño de doce años. Lucía rodilleras
en sus pantalones raídos y solía vestir camisetas de algodón, camisetas que
saludaban al día limpias y perfumadas, pero que regresaban a casa hechas un
desastre. Normal. No le gustaba jugar al futbol como al resto de los niños del
colegio, tampoco le hacía excesiva gracia pasar los recreos cuidando de su
hermano pequeño. Procuraba pasar desapercibido para, si
surgía la oportunidad, colarse dentro del colegio y dejar volar la imaginación
por aquellos gigantescos pasillos y los vastos salones a los que éstos conducían.
A
pesar de sus poco o nada destacables calificaciones, mostraba una capacidad más
que llamativa para superar el curso sin invertir mucha atención ni en las
explicaciones de su maestro ni en tareas escolares. Le encantaba aquello que
tantas veces escuchó en boca de su abuela: “La naturaleza se rige por la ley
del mínimo esfuerzo. Cuida tus fuerzas para hacer frente a los verdaderos
desafíos”. Esas palabras habían calado muy hondo en su tierna mente; tan hondo que llegaron a fosilizarse en ella.
El
colegio había sido construido hace ya muchos años. Su fachada no podía
disimular el desgaste al que el paso de los años la había sometido; el
paramento exterior, de ladrillos rojos y sucios, parecía haber sido rescatado
de una novela de Dickens, pues se asemejaba grandemente a la descripción de los
edificios de Coketown en “Tiempos
difíciles”. Para adentrarse en el interior de la escuela, era necesario
traspasar una vieja puerta de madera quebradiza, no sin antes haber franqueado
la oxidada cancela que la resguardaba. Las ventanas estaban desvencijadas y,
cuando el viento soplaba con fiereza, sus deteriorados goznes emitían un
desagradable chirrido que se escuchaba desde varios metros. Por dentro no
presentaba un mejor aspecto; las paredes estaban desconchadas y los techos podridos
por la humedad. Además, si alguien pisaba por primera vez ese lugar podía, sin necesidad
de aguzar el olfato, percibir un severo olor a rancio. Las personas que visitaban
de forma asidua ese lugar se encontraban
tristemente familiarizadas con aquel olor. Los largos y holgados pasillos
desembocaban en amplios salones de clase, tan viejos y desgastados como
cualquier otra parte del centro. No, no se trataba de un colegio acogedor.
El
pueblo donde se encontraba ubicado el centro, por otra parte, atesoraba un
especial encanto; la lluvia acompañaba a sus habitantes durante casi todo el
año tiñendo de verde los campos y preñándolos de humedad. Sus enlodadas calles
se encontraban flanqueadas por viejas casas preciosamente ataviadas de paredes
de mampostería; la belleza y armonía con la que dibujaban un caracol hasta
confluir en la plaza deleitaba a Cristóbal profundamente.